La teoría de las ventanas rotas, de James Q. Wilson y George L. Kelling sostiene que los signos visibles de abandono y desorden en un lugar —grafiti, basura, vidrios rotos, alumbrado apagado— envían la señal de que las normas no se aplican, lo que facilita infracciones menores que pueden escalar a delitos mayores; fue aplicada de forma emblemática en políticas de seguridad urbana como las de Nueva York en los años noventa, donde se priorizó la intervención sobre desórdenes menores para cambiar las señales del espacio público.
El efecto Lucifer, formulado por Philip Zimbardo a partir del experimento de la prisión de Stanford, explica cómo situaciones, roles y estructuras pueden transformar a personas comunes en perpetradores de abusos: cuando el contexto autoriza o invisibiliza la violencia, los individuos tienden a adoptar comportamientos crueles; se ha observado en entornos carcelarios, abusos institucionales como Abu Ghraib y en cualquier organización donde el poder opera sin límites ni supervisión.
En Sinaloa la violencia no es un accidente ni una simple suma de individuos malos. Es el resultado de lugares abandonados y de situaciones que deforman comportamientos. Las ventanas rotas muestran cómo el desorden visible invita a más desorden. El efecto Lucifer explica cómo las personas cambian cuando los roles y las reglas las empujan a actuar mal. Juntas, estas ideas ayudan a entender por qué la violencia se arraiga y se reproduce.
Cuando una calle está sucia, cuando las luces no funcionan y cuando nadie responde por el parque del barrio, se manda un mensaje claro. El mensaje dice que aquello no importa. Quienes buscan imponer su ley lo entienden rápido. Ocupan espacios, imponen cobros, deciden quién entra y quién sale. Lo que comienza con negligencias pequeñas termina por normalizar la ilegalidad.
Las instituciones también cuentan. Policías mal pagados, mandos que protegen intereses privados y autoridades que prefieren las cifras de prensa sobre las investigaciones serias crean situaciones peligrosas. Los roles dejan de ser funciones de servicio y se convierten en herramientas de poder. Ahí es donde el efecto Lucifer deja de ser teoría y pasa a ser práctica cotidiana.
La respuesta pública suele insistir en la mano dura. Esa respuesta falla cuando solo busca limpiar la apariencia. Poner más soldados en una plaza sin reconstruir la confianza social y sin cambiar incentivos institucionales solo desplaza el problema. La represión estética sirve para la foto y para ocultar que el tejido social sigue roto.
Cambiar la situación exige acciones sencillas y sostenidas. Arreglar luminarias, recoger basura, mantener escuelas y plazas no es cosmética. Es restablecer señales que dicen que la comunidad importa. Reformar instituciones no es solo despedir mandos. Es cambiar cómo se nombran, evalúan y supervisan los roles para evitar que el poder mutile a quien lo ejerce.
La ciudadanía tiene responsabilidad. Retirarse de la calle por miedo permite que otros la ocupen. Organizarse en vecindarios, exigir transparencia y defender espacios públicos reduce las oportunidades para la violencia. La política no puede delegar todo a la fuerza. La convivencia se reconstruye entre la autoridad y la gente.
Si no entendemos que el lugar y la situación moldean la violencia, seguiremos tratando síntomas. Reparar ventanas y cambiar situaciones no garantiza la paz de inmediato, pero corta la vía por la que la violencia se expande. Sinaloa necesita menos retórica y más señales concretas de que la vida pública vale. Mientras no se actúe así, la normalidad seguirá siendo un campo minado donde sobrevivir se confunde con vivir.
AL PASO que vamos, ya sabemos a donde vamos.
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